介绍: …Menos 100 y contando…
La mujer observó el termómetro bajo la luz blanquecina que se colaba por la ventana. Más allá de ésta, entre la llovizna, se alzaban los demás rascacielos de viviendas de Co-op City, como las grises torres de vigilancia de un penal. Abajo, en el hueco de ventilación, las cuerdas de ...
介绍: …Menos 100 y contando…
La mujer observó el termómetro bajo la luz blanquecina que se colaba por la ventana. Más allá de ésta, entre la llovizna, se alzaban los demás rascacielos de viviendas de Co-op City, como las grises torres de vigilancia de un penal. Abajo, en el hueco de ventilación, las cuerdas de tender la ropa se arqueaban bajo el peso de los harapos recién lavados. Entre la basura merodeaban ratas y rollizos gatos callejeros.
La mujer se volvió hacia su marido, que estaba sentado a la mesa viendo la Libre-Visión en actitud de constante e inexpresiva concentración. No era normal en él. Llevaba semanas sentado ante el aparato, cuando lo odiaba. Siempre lo había odiado. Naturalmente, en cada piso debía haber un Libre-Visor —así lo establecía la Ley—, pero todavía era legal desconectarlo. La ley de Prestación Obligatoria de 2021 no había conseguido la mayoría necesaria, de dos tercios, por seis votos. Habitualmente, nunca veía los programas. Sin embargo, desde que Cathy se había puesto enferma, el hombre no había hecho más que seguir, uno tras otro, todos los concursos con grandes premios en metálico. Y esa actitud llenaba de temor a la mujer.
Por encima de los chillidos apremiantes del locutor que narraba el último boletín de noticias en el intermedio, los gemidos de Cathy, febriles a causa de la gripe, llegaban hasta la pareja contínuamente.
—¿Cómo está? —preguntó Richards.
—No muy mal.
—No me vengas con historias, Sheila.
—Tiene cuarenta de fiebre —dijo la mujer.
Richards descargó ambos puños sobre la mesa. Un plato de plástico saltó de ella y volvió a caer con estrépito.
—Conseguiremos un médico —dijo su mujer—. Intenta no preocuparte demasiado y escucha…
La mujer empezó a parlotear frenéticamente para distraerle, pero el hombre ya se había concentrado de nuevo en la Libre-Visión. El intermedio había terminado y el concurso se reanudaba. No era uno de los grandes, naturalmente, sino un jueguecito diurno de premios poco importantes que se titulaba Caminando hacia los billetes. Sólo se admitía en él a enfermos cardíacos, hepáticos o pulmonares crónicos, entre los que se intercalaba a veces a un disminuido físico para aliviar la tensión con un poco de comicidad. El concursante debía avanzar por una cinta continua a un ritmo determinado, al tiempo que mantenía una incesante conversación con el presentador y maestro de ceremonias. Por cada minuto que caminaba, conseguía diez dólares. Cada dos minutos, el presentador formulaba una Pregunta Extra sobre el tema seleccionado por el concursante (el actual, un tipo de Hackensack aquejado de un soplo cardíaco, era un erudito en Historia Norteamericana), que valía 50 dólares. Si el concursante —mareado, jadeando, con el corazón haciéndole raras cabriolas en el pecho— fallaba la respuesta, se le deducían los 50 dólares de sus ganancias y se aceleraba la cinta continua.
—Todo saldrá bien, Ben. Ya lo verás. De verdad. Yo…
—¿Tú qué? —El hombre la miró con aire furioso—. ¿Saldrás a hacerte la calle? Eso se acabó, Sheila. Cathy necesita un médico de verdad. Se acabaron esas curanderas de escalera con sus manos sucias y su aliento apestando a whisky. Necesita un buen tratamiento, y voy a conseguirlo.
Ben cruzó la estancia con la mirada fija, casi hipnotizada, en el aparato, asegurado con tornillos a una de las desconchadas paredes de la sala, encima del fregadero. Asió su chaqueta de algodón barato del colgador y se la puso con movimientos malhumorados.
—¡No! ¡No lo consentiré…! —gritó ella—. ¡Tú no irás a…!
—¿Por qué no? Al menos, así te darán un puñado de dólares antiguos como responsable de una familia sin padre. Sea como fuere, tendrás lo suficiente para que Cathy pueda salir de ésta.
La mujer nunca había sido guapa, y durante los años en que su marido no había trabajado, se había quedado en los huesos; sin embargo, en aquel momento ofrecía un aire hermoso, arrogante.
—No aceptaré el dinero —replicó—. Si algún tipo del gobierno viene aquí, dejaré que se largue con esos malditos billetes ensangrentados en el bolsillo. ¿Acaso crees que podría aprovecharme de mi hombre?
Ben se volvió hacia ella con gesto hosco y seco, asiéndose a algo que le hacía reservarse, algo invisible que la cadena de Libre-Visión había calculado despiadadamente. Ben era un dinosaurio de su tiempo. No uno de los grandes pero, cuando menos, constituía un atavismo, un estorbo. Un peligro, quizás. Las grandes nubes condensan a su alrededor las partículas más pequeñas.
—¿Acaso quieres verla en una fosa común para indigentes? —inquirió al tiempo que señalaba con la mano, el dormitorio de la pequeña—. ¿Te atrae la idea?
A la mujer sólo le quedó el recurso de las lágrimas. Sus facciones adquirieron un aire trágico y doliente.
—Ben —musitó—, eso es lo que pretenden de gente como nosotros, como tú…
—Quizá no me acepten —replicó él mientras abría la puerta—. Quizá no tengo lo que ellos buscan.
—Si te vas, acabarán contigo. Y yo estaré aquí, presenciándolo. ¿De veras quieres que me siente con Cathy en esa habitación de ahí para verte?
La mujer hablaba entre sollozos, con frases apenas coherentes.
—Solo quiero que Cathy siga con vida —dijo él.
Intentó cerrar la puerta, pero ella interpuso su cuerpo.
—Entonces, dame un beso antes de irte —musitó.
Ben la besó. En el otro extremo del rellano la señora Jenner abrió la puerta y asomó la cabeza. Llegó hasta ellos el apetitoso aroma de un guisado de ternera y col, tentador y exasperante. La señora Jenner se ganaba bien la vida. Trabajaba de dependienta en una farmacia y tenía un ojo casi milagroso para descubrir a los portadores de tarjetas de crédito ilegales.
—¿Aceptarás el dinero? —preguntó Ben Richards—. ¿No harás ninguna estupidez, verdad?
—Lo aceptaré —susurró ella—. Sabes muy bien que lo aceptaré.
El hombre la abrazó con torpeza. Después se volvió rápidamente, con movimientos desgarbados y desapareció por la escalera, apenas iluminada y terriblemente resbaladiza.
Ella permaneció en el umbral, presa de mudos sollozos, hasta que oyó cerrarse la puerta de la escalera, cinco pisos más abajo. Después se llevó el delantal a los ojos, sosteniendo aún en la mano el termómetro que había utilizado para tomar la temperatura a la niña. La señora Jenner se acercó en silencio y trató de apartarle el delantal de la cara.
—Querida —susurró—, yo te pondré en contacto con el mercado negro de penicilina cuando tengas el dinero. Muy barato y de buena calidad…
—¡Lárguese! —espetó ella.
La señora Jenner retrocedió, al tiempo que levantaba instintivamente el labio superior, dejando a la vista los escasos dientes ennegrecidos que le quedaban.
—Sólo pretendía ayudar —murmuró, antes de escabullirse de nuevo en su piso.
Los gemidos de Cathy continuaban, apenas amortiguados por el delgado tabique de plastimadera. El aparato de Libre-Visión de la señora Jenner se dejaba oír desde el piso contiguo. El concursante de Caminando hacia los billetes acababa de fallar una pregunta y, simultáneamente, había sufrido un ataque cardíaco. Ahora, su cuerpo era retirado del escenario en una camilla, entre los aplausos del público.
La señora Jenner apuntó el nombre de Sheila en una libreta mientras alzaba y bajaba el labio superior rítmicamente.
—Ya veremos —murmuró para si—. Ya veremos, señorita perfumada…
Cerró la libreta con gesto rencoroso y se acomodó para ver el siguiente concurso.
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